Domingo

Dado el día de la semana en que se publica esta columna, andaba muerto de ganas de encontrar una ocasión para titularla así. La excusa me la proporciona (ahora que ha remitido el temporal de la siempre desafortunada política) uno de nuestros mejores tenores: una selección de críticos internacionales ha valorado a Plácido Domingo como probablemente el mejor cantante de todos los tiempos.

Soy escéptico para con el mito de la crítica internacional y extranjera. No hay que perder de vista que le dieron el premio Nobel a Churchill y, en cambio, no lo obtuvieron nunca ni Proust, ni Joyce, ni Borges, Kafka o Nabokov, con lo cual me parece que allí son igual de torpes que aquí y me temo que, si Hitler llega a ganar su guerra, le dan el Nobel de literatura por “Mein Kampf”. Las cosas no han cambiado últimamente. Hace pocas semanas, “Newsweek” erró de manera escandalosa en el análisis que hacía de nuestra península cara a las elecciones. Dijeron que se acercaba una marea abstencionista porque habíamos perdido la fe en nuestros políticos y, patapaf, una participación del setenta y cinco por ciento. No comprendieron que, precisamente porque nuestros jerifaltes nos ponen de los nervios, no renunciamos a darles sustos en las urnas para devolverles la jugada. Pero en el caso de Domingo hay que reconocer que, esta vez, han acertado y lejos de mí cualquier chovinismo.

El asunto de la voz humana es cosa complicada. Intervienen muchos factores sutilísimos y difíciles de definir: timbre, tono, potencia, coloratura, armónicos, expresividad, etc. La mezcla de todos ellos ofrece resultados inimitables. Estamos tan acostumbrados a ver a Plácido Domingo cantando tonadillas, tan simpático, tan cercano, que a veces nos olvidamos de lo grande que es, de la fuerza de la naturaleza que hay detrás de su voz y su rigor de ejecutante. Bien está, por tanto, que nos recuerden estas cosas a veces los foráneos.

La razón 16 de Marzo 2008

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